domingo, 8 de septiembre de 2013

¿Es la sinceridad una virtud?

❥Meditando en el Camino❥


¿Es la sinceridad una virtud?

Ir “con la verdad por delante” no es siempre la mejor estrategia en nuestras relaciones. La sinceridad debe ser administrada con la dosis justa, en función de lo que la otra persona pueda asimilar.

La sinceridad: un valor interpersonal

Cuando pensamos en la sinceridad, pensamos invariablemente en términos de virtud. Pero lo cierto es que no siempre lo es. La sinceridad no es una virtud personal. Sólo puede ser virtud entendida y ejercida como valor interpersonal, es decir, teniendo en cuenta lo que la otra persona puede asimilar.

Cuando en nombre de la sinceridad decimos todo lo que pensamos, sin reparar en el efecto de nuestras palabras, nuestra sinceridad no sólo deja de ser virtud sino que puede poner en peligro nuestra relación con los demás. La sinceridad exige tener el valor de decir lo que uno piensa, pero no necesariamente todo lo que uno piensa. Para ser genuinamente sinceros, al valor de decir lo que pensamos hemos de añadir la percepción de hasta dónde podemos llegar con nuestras palabras para no herir al otro. Siendo despiadadamente sinceros con alguien que no está preparado, no sólo corremos el riesgo de que nuestras palabras caigan en saco roto sino que podemos abrir una gran brecha entre los dos.

Ser sincero significa, además de estar dispuestos a decir lo que pensamos, preguntarnos en cada momento qué efecto producirá en el otro lo que vayamos a decirle y asegurarnos de que está preparado para recibir cada dosis de sinceridad que le administremos. Significa estar razonablemente seguros de que puede recibir nuestras palabras como ayuda para entenderse mejor y una oportunidad de crecer. Sólo así nuestra sinceridad será una virtud y contribuirá positivamente en la relación.

¿Se lo digo o no se lo digo?

Hay gente que siente necesidad de decirles a los demás todo lo que piensa. Amparados en la sinceridad, nos corrigen y nos juzgan constantemente. “Te lo digo para ayudarte”, nos advierten. Y a esta tarea constante de hacernos notar nuestros errores, se suma generalmente una percepción estática y limitada sobre nosotros, fruto de las “etiquetas” que nos hayan puesto en el pasado. Todo ello disfrazado de virtuosa sinceridad.

Asumir la vocación de hacer ver a los demás sistemáticamente sus errores, nos hace unos pésimos compañeros de viaje, una compañía incómoda, y es probable que no nos aguanten mucho tiempo. Además, hacer ver a los demás sus errores es una actitud cuan menos arrogante: ¿Qué sabemos nosotros de los demás? ¿Cómo podemos juzgar sus motivos o sus comportamientos? Como seres humanos únicos e irrepetibles, cada uno de nosotros somos expertos sólo en nosotros mismos y deberíamos actuar en consecuencia, no pretendiendo saberlo todo de los otros. Nuestra única motivación de ser sinceros con los demás, de decirles lo que pensamos, debería ser ayudarlos en su crecimiento personal. Echarles en cara constantemente sus errores difícilmente ayuda.

Entender la sinceridad como virtud interpersonal significa también no tener prisa por decir las cosas, saber escoger el momento y el entorno oportunos y, sobre todo, saber parar a tiempo. Ser auténticamente sincero conlleva un gran esfuerzo de empatía, de estar dispuesto a “acompañar” al otro en su crecimiento, de no herirle ni “machacarlo vivo”. Muchas veces tenemos la urgencia de “decirle al otro todo lo que pensamos”, porque nos parece que “no se da cuenta”, o que “le abriremos los ojos”. Todas estas son expresiones comunes a la hora de aplicar nuestra mal entendida sinceridad. Lo cierto es que nuestra urgencia es irrelevante frente a la correcta percepción que necesariamente hemos de tener de si el otro puede o no recibir toda nuestra sinceridad. No tengamos prisa. No intentemos decirlo todo hoy, resolverlo todo hoy. Vayamos paso a paso, a la velocidad que nos marque el otro. Seremos genuinamente sinceros si somos capaces de administrar la sinceridad sin prisas, con pequeños sorbos.

Sinceros con nosotros mismos

Hablamos mucho de la sinceridad de los otros, o de nuestra sinceridad con los demás, pero si queremos practicar de verdad la sinceridad deberíamos empezar por preguntarnos si somos sinceros con nosotros mismos. Ello significa, en primer lugar, dejar de encontrar siempre excusas para nuestro comportamiento y dejar de pasar la responsabilidad a los de fuera de lo que nos sucede o a las circunstancias. Empecemos a aplicar la sinceridad con nosotros mismos. Una vez que hayamos probado la medicina y conozcamos su poder terapéutico, pero también su amargo sabor si nos pasamos, podremos empezar a administrarla sabiamente con relación a los demás.

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